Vodka Seven / Yagular 6
(Fragmento de novela)
Susana Iglesias
Los pensamientos no fluían, agonizaban, después salían a borbotones por su garganta como un graznido, a veces hasta el fondo, como esos pozos de la infancia donde se ahogaban los miedos. Sabía que por eso lo mejor era no hablar. Estaba sentado en la cama mirando las paredes cuando la puerta se abrió, lo miró sintiendo algo parecido a la alegría, después de todo era su hijo. No se levantó, sentía las piernas adormecidas, un par de piernas fuertes aletargadas por el rivotril. Se acercó a su padre, observó una mancha de sangre cerca del cuello, la mancha resaltaba, la camisa era color verde agua, detestaba el color de las ropas de hospital.
—¿Qué te pasó ahí?
—¿Dónde?
—Cerca del cuello…tienes una mancha, parece sangre
—Es sangre
—¿Cómo lo sabes?
—Huele a sangre, aquí nunca lavan bien los uniformes
—Bastardos…
—El único bastardo eres tú, ¿debería estar aquí?
—No soy un bastardo, me reconociste
—Nunca debí hacerlo
—¿Por qué no entiendes que no es mi deseo tenerte aquí? No lo hago por placer
—¿Entonces por qué?
—Aquí estás seguro Papá… has mejorado, tú mismo me lo dijiste la última vez
—Eso crees tú, pero ninguna puerta es segura, ni las bardas, ni las rejas eléctricas, ni los medicamentos que pretenden envenenarme más y más para que parezca que estoy loco, nada de eso es seguro… ¿sabes?, aún soy fuerte, todos parecen olvidarlo, pero jamás nunca lo olvido… sé que vendrá a buscarme dentro de poco, me ha encontrado, te siguió, te sigue a todas partes, va a matarte, lo supe, entré en su pensamiento ayer, yo mismo se lo pedí, no te gustaría saber todo lo que piensa hacerte, después vendrá por mí.
—Papá… él está muerto, no puede matarme.
—Ese es tu problema, crees estar a salvo todo el tiempo, crees que yo estoy a salvo, crees que puedes controlarlo todo, pero no es así, yo también he estado en tu pensamiento y sé que tienes miedo, sé que tienes miedo, sabes que nos ha encontrado.
—Papá, tengo que irme, hablé con Elena, dice que dejará que tomes al menos 20 minutos de sol diario, escúchame bien, si me entero que estás buscando problemas o que haces el menor intento para salir de aquí, se acabó el sol, se acabó la habitación individual.
—Sabes que no soporto a la gente, ¡no la soporto! ¿Por qué me haces daño? ¿Qué te he hecho?
—Tengo que irme, no quiero enterarme de que usas esas piernas para escapar, entiende que debes estar aquí por algún tiempo, tú sabes que en un par de años podremos irnos a casa, ¿lo sabes, verdad?
—¿Otra vez tú? ¡Te dije que no vinieras, te advertí que nunca más volvieras! ¡Quieres robarme lo que me queda, maldito! ¡No voy a permitir que entres en mi pensamiento!
Sus ojos estaban inyectados en ira, no había nada en ellos, sólo ira, frenesí, empezó a gritar, se abalanzó sobre él, comenzó a golpearlo contra la pared, entraron dos enfermeros, lo sujetaron. Lo miró, por un momento tuvo la impresión de que ese no era su padre, que esa no era su vida, que estaba atrapado en una ficción, limpió el sudor de su rostro, mientras caminaba a la puerta alcanzó a escuchar lo que su padre gritaba: “Ya no tienes tiempo, lo he visto cerca de tu cama mientras duermes, yo no estoy loco, tú deberías estar aquí, no yo, te quiere a ti, no a mí, me alegra que acabe contigo”.
Después de los gritos era reconfortante escuchar el silencio de la sala de espera de la doctora Elena Silberstein. Mozart sonaba con su K622, desgarrando su corazón, los muebles eran rojos, contrastaban con las paredes blancas, Amelia era vieja, era la recepcionista, nunca sonreía, le dijo que podía pasar, entró, Elena estaba hojeando el expediente de su padre, le pidió que sentara.
—Tendré que quitarle el sol, espero lo entienda
—Por favor, he tenido la culpa de que se alterara, no le quite el derecho al jardín, acabo de decirle que le darían 20 minutos de sol
—Espero que entienda que su padre lejos de mejorar empeora, voy a tener que suministrarle de nuevo los medicamentos que había suspendido hace dos meses
—¿Algún día podré llevar a mi padre a su casa?
—No puedo responderle esa pregunta en este momento, no existe mejora en él, no puedo contestarle, lo siento
—Si no existe mejora ¿qué caso tiene seguirlo medicando?
—De algún modo tenemos que controlarlo, ¿no cree?
—Al principio lo creí, pero ya no entiendo a qué se refieren con controlarlo, mi padre no es un asesino, no es un criminal, eso pensé al traerlo aquí pero ahora ya no lo sé, ¿sabe? A veces pienso que todo lo que él me dice es real, sus ojos parecen no mentir
—Quizás usted también necesite terapia y por supuesto medicarse
—No lo creo…
—Por lo general la enfermedad que padece su padre es contagiosa en el sentido de que termina afectando todo lo que le rodea, a todo aquel que le escucha sin tomar conciencia de que se está escuchando a un enfermo
—Quiero llevarme a mi padre
—No puede hacer eso
—Puedo hacerlo
—Usted no puede hacerlo
—Es mi padre, Helena
—Es mi paciente… lo veo alterado, quizás debemos hablar en otro momento, haga una cita con Amelia, le atendí como un caso excepcional, pero de ahora en adelante tiene que hacer cita
—¿Puedo preguntarle algo?
—Adelante…
—¿Si su padre hubiera sido un hombre brillante, un juez ejemplar, un padre cariñoso, y hubiera perdido la razón al juzgar al asesino de su esposa, y de uno de sus hijos, consideraría justo medicarlo el resto de su vida?
—Considero justo administrar a cualquier hombre enfermo el medicamento adecuado que lo haga funcionar correctamente… ¿alguna otra pregunta?
—Sí…
—Adelante
—¿Cuándo fue la última vez que pensó en todos sus pacientes como hombres, no como ratas o monos?, por cierto… torturados en laboratorios
—Los enfermos mentales no pueden ser ratas o monos, de hecho en las especies animales no existe la locura, la locura es una aberración corregible, humana y lastimosa. Respecto a lo que usted llama tortura… estamos avanzando a favor de la humanidad, todo sacrificio animal vale la pena.
—Usted bien podría sacrificarse, no olvide que somos animales.
—Buenas tardes, no olvide hacer una cita con Amelia
—Gracias Helena, no lo olvidaré
Salió de ahí arrastrando los pies, no sabía a dónde ir, otra vez el fangoso sentimiento de estancamiento emocional, su alma en el pozo de los miedos de su infancia. Subió al auto, arrancó, el tráfico infernal le daba tiempo para tratar de acomodar sus pensamientos en un sitio seguro. Se detuvo frente a la tienda de ultramarinos, Jack estaba atendiendo un cliente, tomó un periódico, lo hojeó, un muerto más, niña de 9 años, amarrada en el columpio de un parque: “No hay pistas ni línea del crimen”, Jack extendió el periódico, él lo dobló, le hizo una seña a aquel viejo neurótico que giraba en el pozo de sus pensamientos mientras despachaba a extraños. Le hizo una seña discreta para ir al bar.
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Susana Iglesias (México, D.F.). Narradora. Estudió letras clásicas en la UNAM. Entre otros reconocimientos, ha sido becaria del programa jóvenes creadores del FONCA, y en el 2009 recibió el premio Aura Estrada por Barracuda, aún inédita. Tuitéa en @vodkaybarracuda