El periodismo y la academia (de Olga Connor)
Transcribo acá tres artículos de Olga Connor. En ellos la literata de origen cubano reflexiona sobre las diferencias y los puntos de encuentro entre academia y periodismo.
Luego de haber obtenido un título de Ph.D en lenguas romances en la Universidad de Pensilvania y de haber sido profesora en varios “colleges” de ese mismo estado de EEUU, Connor trabajó en el periodismo, en El Nuevo Herald.
Como conocedora de ambos universos, esta escritora cubana cuenta en estos escritos qué le sirvió y qué le agradó, tanto del periodismo como del mundo académico.
Ya que el domingo pasado dije que me gustaba el periodismo, porque se aprende mucho y se conoce a muchas personas, deseo decir ahora que no siempre sentí ni pensé de igual forma.
Una de las razones por las que despreciaba la profesión de periodista en la época de adolescente, en que me tocó discutir las vocaciones para ver lo que estudiaba en la Universidad, era el hecho de que la asociaba con la chismografía, especialmente la que usábamos para publicar nuestras revistas estudiantiles de secundaria. Recuerdo que la que hacíamos nosotros la llamábamos Atomo. ¿Y los chismes a lo mejor eran “Atomomanía”?
La segunda razón era que el periodista, pensaba yo, se fijaba en los acontecimientos de actualidad y apenas requería de ninguna cultura histórica, no habría que estudiar lo que no se iba a utilizar en el manejo de los asuntos diarios. Era fijarse en la memoria corta en vez de la memoria larga de los acontecimientos pasados.
No es que hoy haya cambiado totalmente de opinión, después de practicar dos carreras, la de periodista y la de académica y profesora universitaria, en la que se maneja la historia. Aunque me considero ya más periodista que académica, y es así como se me conoce durante los últimos 33 años. Pero debo confesarles que lo más patético del periodismo es que siempre estamos a la vera de “lo que se cayó”, y no podemos decir “lo que se calló”.
Es decir, por un lado queremos estar informados y prestamos oídos a lo que está sucediendo, pero a la vez nos damos cuenta de que lo más jugoso está casi siempre en lo que se queda “ off the record”, en lo que no se puede contar, porque hay gente que no quiere decirlo para el público, que no se quiere arriesgar. Y el periodista tampoco se puede arriesgar por razones legales. Aunque no todo es “ off the record”, si el periodista lo ve, o lo oye, él es el testigo de esa verdad, no tiene que citar a nadie.
Sin embargo, hay algo que es el tema fundamental de cada una de estas profesiones, que es la veracidad, y esta debiera ser el resultado de la imparcialidad y la objetividad en la investigación. Eso es lo que me atrajo a las dos carreras, la verdad. Y a pesar de que supe en algún momento cuánto me había mentido mi mamá cuando yo era una niña, quizás para protegerme de las vicisitudes, ella siempre me pedía que dijera y que buscara la verdad.
Pero es absolutamente imposible para un ser humano tener imparcialidad a la hora de juzgar la verdad. Ni en el periodismo ni en la academia, porque se inmiscuyen los afectos y las emociones, las ideologías y los credos. Todos tenemos una opinión muy centrada que nos inclina a estudiar aquello que nos interesa. Ahí salta la falta de objetividad. Si nos interesa tanto no podemos ser tan imparciales. Y en todo caso, la investigación en el periodismo está limitada por la premura, y en la academia por el fastidioso puntillismo de los profesores e investigadores, pero también por sus hipótesis, las cuales quieren probar y convertirlas en tesis, arrimando todas las brasas posibles a su candela para poder justificar sus creencias.
Por eso, la historia ya sea actual o antigua, escrita u oral, no puede ser totalmente justa y veraz, siempre se mira desde el punto de vista del que la escribe o la cuenta.
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El tema del periodismo versus la academia, es decir, de la investigación somera a corto plazo y la investigación profunda a largo plazo, viene a cuento, porque una joven que trabajó en el Departamento de Lenguas Modernas de la Universidad de Miami me encontró en una presentación de la UM y me llamó “doctora Connor”.
De repente, pensé que era una antigua alumna, porque su cara me era muy conocida, y todos los universitarios me llamaban así cuando trabajaba como profesora. Ella no había sido mi alumna, pero había trabajado en mi oficina de UM. Le confesé que ya no me sentía profesora, sino periodista, que mi carrera había cambiado, precisamente porque el departamento donde ella trabajaba antes no me había concedido una posición permanente en estudios renacentistas, a pesar de que yo había estudiado y pasado alegremente los exámenes doctorales con las figuras más ilustres de la investigación sobre el Renacimiento y el Barroco español en Estados Unidos.
Ella me consoló después de haberme oído dar un discurso en público: “Sigues siendo la misma”, me dijo. “Pero no”, le respondí, “ahora escribo tres o cuatro notas a la semana y antes me tardaba seis meses en un artículo, no importaba cuán largo o corto fuera”.
Ahora me leen muchas más personas, pero antes estaba en contacto directo con los estudiantes. Es como si actuaras en una película frente a las cámaras y te ven millones o en el teatro frente al público y te ven unos cientos. La primera es más anónima, menos controlada por el actor, pero en la escena el actor tiene una respuesta inmediata: con el aplauso o el rechazo de la gente. Así era yo con mis alumnos.
El académico siempre quiere citar fuentes, no importa si son secundarias o terciarias, y a veces sin ir a ver lo original, lo fundamental, porque causa engorro o trabajo o es inasequible. Y aunque esté muy bien documentado no se atreve a escribir ensayos bien pensados, excepto en casos contados, como algunos especialistas, que han enamorado a sus lectores sin citar a tanta gente, porque sus teorías están muy bien expresadas.
Una de las grandes críticas que se les puede hacer a los académicos es la cantidad de papel y tiempo que se invierte en investigaciones sin fundamento ni objetivo verdadero. En Estados Unidos la política del publish or perish –publicar o perecer– ha llevado a extremos ridículos en la publicación de monsergas, que son estudios inadecuados y aburridos, con almacenes llenos de libros sin circular que antes fueron pagados a un vanity press o por las propias universidades para incrementar su negocio publicitario con los estudiantes. Es una verdadera desgracia. Por lo menos en la ciencia, si no se descubre algo, no tiene razón de ser publicado, pero en los estudios de Humanidades la bobería se derrama como si fuera baba.
El periodismo, por otra parte, demuestra también en muchos casos la falta de iniciativa y de imaginación en la presentación de los temas. En realidad, la narrativa periodística se debe comparar más con la literatura y con la historia. El periodismo es historia al día, las bases de los historiadores futuros. El escritor colombiano Fernando Gaitán, autor de la exitosísima telenovela Betty la fea, me dijo de la telenovela que era un filme hecho a las carreras, y lo comparó con el periodismo en relación con la literatura. El periodismo es literatura hecha a las carreras. Historia, crítica, crónica a las carreras. En la academia la mirada está en el pasado, pero es un pasado significativo, en el periodismo se avanza mucho, pero no todo tiene tanta validez para la vida, porque hay que llenar las páginas, hay que encontrar noticias y si son de las que anuncian 100 muertes, aun con más premura. Hay que aceptarlo: la academia es nuestro pasado bien pensado, el periodismo es nuestro agitado presente, la fuente del futuro.
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En esta última entrega sobre el periodismo y la academia, reflexionaré sobre la influencia de los medios visuales. Por ejemplo, mientras que en la academia lo que prima es el estudio de la literatura, de la historia, desde el punto de vista de la totalidad, en el periodismo los acontecimientos se van contando día a día, en forma de serie, hasta que llega a ser una fuente para la historia futura.
La telenovela siempre responde al reclamo de los televidentes. Los medios noticiosos también, porque le toman el pulso al interés de la gente. Y cubren eso a veces en demasía, como fue el caso de la desaparición del avión de las Líneas Aéreas de Malasia número MH370, en el Mar de la India. CNN no dejó esa historia hasta que hubo críticas sobre el particular en otros medios, pero más bien cuando el público dejó de sintonizar. Mientras tanto obligó a otros canales noticiosos a que también lo reportaran, al punto de que el televidente imaginó que había algo terrible, pero secreto, que no se decía. Y se citaban a expertos muy importantes, pero vacíos de información, fecundos en la especulación.
Esto ocurre en ambos casos, entre los académicos y los periodistas, y en ambos los datos son esenciales, pero en el periodismo hay que cuidarse de lo que sea ilegal trasmitir. Se lidia con el presente. En la academia, nadie resucita del pasado para desmentirte, sólo los colegas pueden herirte.
El caso es que ambas disciplinas tienen su lugar en el mundo moderno. Y no dudemos de que la internet está acercando ya a las dos de manera inusitada.
En el principio de mis actividades periodísticas nos fijábamos en los cables que llegaban de modo constante de los servicios informativos, para saber qué estaba pasando internacionalmente. Hoy día todo entra por la internet, está en la nube. Pero cuando queremos saber qué precedió a lo que estamos mirando en el momento solo tenemos que ir hacia atrás de nuevo en la internet y allí están todas las historias pasadas.
Recuerdo que en el Herald teníamos que ir a buscar el material histórico a la biblioteca del periódico. Recuerdo también cuando comenzaron a hacer “surfing” los periodistas que reportaban la noticia internacional diaria. Fue un gran acontecimiento.
En la academia teníamos que ir a buscar libros a la biblioteca, o ir a las enciclopedias. Hoy día todo está en Wikipedia. Jamás voy a la Enciclopedia impresa, no está al día. Aunque aún hay materiales que no se pueden encontrar digitalizados. Esos siguen guardados en oscuros archivos, como los de Indias, o en lejanas bibliotecas. Y cuando todos los libros estén en tabletas digitales y perdamos el olor de los libros antiguos, raros y curiosos, ¿cómo nos sentiremos?
Aunque es mejor que se haya inventado o descubierto la internet, por supuesto. Hay que leerse la novela de Federico Andahazi, El libro de los placeres prohibidos, para darse cuenta de lo que significó la imprenta para los copistas, que estaban muy furiosos de que los vinieran a sustituir. La Iglesia pensaba que lo escrito era sagrado, pero solo si se copiaba a mano libro a libro.
Ahora la internet permite que esta columna se pueda leer en cualquier lugar del mundo y también los escritos académicos. Pero no podemos relegar todo lo impreso a la basura, aunque gastaríamos menos árboles, y habría mayores bosques. Porque no sabemos qué sucederá en el futuro con “la nube” que guarda nuestros trabajos y creaciones.
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