En medio del mundo sin ser del mundo — Si me plantean la pregunta abstracta: “¿crees en...

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Si me plantean la pregunta abstracta: “¿crees en Dios?”, puedo responder fácilmente que no. Pero si me preguntan más concretamente: “¿cuál es el dios de tu mundo? ¿qué es lo que tú pones como principio rector y lo que divinizas en tu vida?”, ya no puedo librarme de la cuestión con tanta facilidad.

La verdad del ateísmo me obliga a no divinizar nada, y sobre todo, a no divinizar el ateísmo. Sería penoso que, queriendo salir de la región invente la religión de la salida de la religión. Sería lamentable que queriendo afirmar la laicidad, instaure un clero laico encargado de excomulgar al clero religioso. Esta contradicción no ha sido rara entre los ateos.

Al fin de cuentas para ser ateo hasta el final, no debo divinizar ni el dinero, ni la voluptuosidad, ni la cultura, ni el Real Madrid, ni a Nietzsche, ni a mí mismo y mi propio juicio… Debo aceptar, por tanto, no tener la última palabra. Lo cual significa que ateísmo no tiene la última palabra. El ateísmo sólo puede ser sincero si entra en esta dinámica que lo coloca sin César por delante de su propia contradicción. O, dicho de otra forma, la posición del ateo siempre está caducada. Si de repente decidiera mantenerme firme: “Ya esta, se acabó, yo tengo la última palabra en todo este asunto”, dejaría de ser ateo, al contrario, caería al nivel de los fabricantes de ídolos.

Ser ateo significa admitir que no se tiene la última palabra, pero también afirmar de forma implícita que debe haber una última palabra. Declarar: “sólo hay penúltimas palabras, no hay una última palabra”, sin más, es pretender de nuevo que se tiene la última palabra, y eso es contradecirse. Así pues, habrá que decir: “Yo no tengo la última palabra, pero debe haber una última palabra que escapa a nosotros y nos sobrepasa, un verbo trascendente”.

El ateísmo es verdadero solamente si se convierte en pura disponibilidad para la acogida del misterio. Primero destruye todos los ídolos, después hace también añicos el ídolo del ateísmo y se transforma en espera de una revelación trascendente, de un sentido que nosotros no hemos fabricado, pero que viene a nosotros, e incluso contra nosotros, a pesar nuestro. De un sentido que nos perturba, de alguna manera. No de lo que da un sentido a mi vida, sino de lo que me entrega al sentido de mi vida y me pide, por tanto, que lo siga hasta la muerte.

Fabrice Hadjadj, ¿Cómo hablar de Dios hoy? (20-21)