Historias de ranas
— ¡¡¡MAMÁÁÁ!!!
— ¿Qué pasó, hijo? ¿Dónde estás?
— ¡En el baño! ¡Ven rápido!
— ¿Qué pasó?
— ¿Qué es esto que me salió aquí?
— ¿Adónde?
— Aquí. En la cabeza.
— Mmmm… déjame ponerme los lentes.
— ¡Mira, mira!
— Hijo, lo sabía; sabía que este día llegaría. Ven acá, siéntate. Tengo que contarte algo. Algo muy importante.
— ¿Qué pasó, mamá? ¿Es algo malo?
— No, no. Eso que te salió ahí es… un pelo.
— ¿Un pelo?
— Sí. Un pelo.
— No entiendo.
— No es nada grave. Lo que pasa es que se supone que nosotras las ranas no tenemos pelo.
— ¿Ah? ¿Y entonces porqué me salió un pelo a mí?
— A ti, a mí; a todas las ranas nos salen. Es nuestra naturaleza. La vaina es que desde hace mucho tiempo, desde hace siglos y siglos, los hombres comenzaron a usarnos a nosotras para conjurar esas cosas que no quieren que ocurran jamás. En otras palabras, nos usaron para poner en standby sus peores miedos.
— ¿Cómo? ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
— ¡Por supuesto que nada, hijo! Pero alguien se inventó eso y desde ese momento todos los hombres creyeron ciegamente en eso. ¿Quién dijo la frase primero? Ni idea. Habrá sido algún bromista, un ocioso o algún borracho, sin duda. Pero lo cierto es que desde que dijeron esa frase absurda, entendimos que, por nuestro propio bien, las cosas eran así, tendríamos que depilarnos. Sin protestar.
— ¿Depilarnos?
— Sí. Nunca, bajo ninguna circunstancia, podemos dejar esos pelos allí, en nuestra cabeza. Ningún hombre puede ver cómo somos en realidad. Por nuestra propia supervivencia.
— ¡¡¡¿Nuestra supervivencia?!!!
— Claro. Mientras nuestra “calvicie” sea la garantía para los hombres de que esas cosas que temen no van a ocurrir, estamos a salvo. Es un acuerdo tácito, que se viene cumpliendo desde hace cientos de años: nosotras nos mantenemos calvas, y ellos nos hacen estanques, charcos y lagunas cerquita de sus casas. Sólo nos piden que no echemos pelo nunca. Y ya, nos dejan relativamente tranquilas.
— ¿Pero por qué?
— Nadie lo sabe, hijo; ¡esas cosas son así porque son así desde hace siglos y punto, mejor no darle tantas vueltas! Si tú decidieras dejarte tu pelo, y algún humano te ve, podrían pasar cosas terribles, que no podemos siquiera llegar a imaginar.
— ¿En serio?
— Sí.
— ¿Y por qué nos agarraron a nosotros y no, por ejemplo, a un animal que no tenga ni un solo pelo, como un pez, por ejemplo?
— ¿Qué sé yo, hijo? Se supone que los inteligentes son ellos; pero ya ves, tenemos siglos engañándolos. Y me haces el favor: antes de que cojas para el charco, te me cortas ese pelo.