January 29, 2012
El Chef, la Esposa, la amante y un Cocinero Mexicano.

En el otoño de 1993, después de mucha insistencia logré conseguir un étage en un afamado restaurante poseedor de 2 estrellas en la Guía Michelín, justo en el centro del 7 arrondissement frente a los Inválidos en Paris. Situado en el primer piso de un edificio de mediados del siglo XIX, el restaurante y su chef eran considerados como un templo a la gastronomía de pescados y mariscos.

 Llegué a presentarme por la puerta trasera justo a las 8 de la mañana, hora a la que había sido citado, me recibió el chef, hombre de gran tamaño, rozagante, de al menos 60 años de edad. Yo solo lo conocía por las fotografías de revistas que había leído donde elogiaban sus dotes culinarios. Con mí mutilado francés apenas crucé tres frases con él. Aunque su desinterés era evidente, me llevó con Jean-Luc el único de sus cocineros que hablaba algo de inglés y que posteriormente me presentaría con el resto del staff de cocina.

 La oferta de trabajo incluía milagrosamente hospedaje, lo cual me ahorraría gran parte de mis ahorros. Pregunté la distancia en metro para llegar al trabajo por las mañanas, a lo que Jean-Luc contestó que tenía suerte pues me hospedaría en el mismo edificio donde se encontraba el restaurante. Inmediatamente me llevó a instalarme. Tomamos el elevador, un vehículo antiguo y rustico de metal dorado, nos detuvimos en el ultimo piso donde imaginaba estaría mi departamento o al menos un estudio. Aún recuerdo la gruesa alfombra de color rojo y grecas azul rey que cubría el amplio pasillo que recorríamos. Llegamos al final del corredor y Jean-Luc abrió una puerta. Subimos una escalera y noté que la alfombra se transformaba en un viejo y descuidado piso de madera. Terminamos de subir las escaleras y nos encontramos en un pasillo, sólo que este a diferencia del anterior era demasiado estrecho. Nos detuvimos en la tercera puerta, Jean Luc saco de su bolsa una antigua llave, abrió el armazón y entendí donde estaba: No era un departamento ni un estudio, era el cuarto de la servidumbre. Las dimensiones de la habitación eran de dos por tres metros sin exagerar. Solo un catre y un lavabo amueblaban el recinto. Por la ventana se podía apreciar paradójicamente la Torre Eifel. El baño estaba al final del pasillo y lo tenía que compartir con el resto de mis compañeros de piso, que a juzgar por los ruidos que escuchaba durante la madrugada a traves de las delgadas paredes, afortunadamente nunca tuve el disgusto de conocer. Dejé mis cosas y me vestí con el uniforme; tomé mis cuchillos me dirigí a la cocina donde me asignaron ayudar en el área de Poissonnier. 

La cocina se encontraba en el sótano del edificio. La brigada de cocina en su mayoría tenía trabajando por lo menos 15 años en este lugar. Pero el ambiente no necesariamente era de una cocina sino de una telenovela. ¡Y como no iba a serlo!, el restaurante era sin duda un negocio familiar, pero de familia disfuncional. La esposa del chef era la encargada de la administración durante el día y anfitriona durante la noche, “Madame” -como le decían-, llegaba muy temprano y se encargaba de los pagos y otros asuntos relacionados con la contaduría; el hijo -único de ambos- era el Maître, joven juguetón y desparpajado al que siempre presentí que servir al cliente no era su oficio. Si a esta complicada mezcla donde frecuentemente había problemas entre padre madre e hijo le añadimos un integrante mas, la secretaria, dedicada no solo a  contestar el teléfono y tomar reservaciones sino que era abiertamente  la amante del chef, que  por si fuera poco estaba embarazada.

Todas las mañanas llegaba el chef en su vagoneta cargada de  pescados y mariscos que el mismo había escogido durante  la madrugada en el mercado de Rungis, situado a las afueras de Paris,  donde la mayoría de los chefs parisinos compran sus insumos. Había que descargar, limpiar y acomodar cajas y cajas del mas fresco pescado, muchos de ellos desconocidos para mi, Rouget, St Pierre, Loup de Mer, Dorade, Turbot, y anguilas que llegaban vivas, listas para meterse en la gran  pecera que situada en la cocina;mariscos fresquísimos y aun vivos, langostinos de Escocia,  mejillones, ostiones Belón, Centollos, Coquille St Jaques entre otros.

Los Bogavantes azules de Bretaña eran la especialidad de la casa y se preparaban de una manera peculiar; primero se sacaba del tanque de agua salada donde se almacenaban, se les daba un machetazo en la cabeza y se le desprendían las tenazas. Inmediatamente se rostizaban durante 8 minutos, se partían por mitad, se limpiaban las tenazas. Se acomodaba todo en un platón de plata guarnecido con soufflé de trufa. Este platón era llevado a la mesa donde se le presentaba al comensal. Con mucho cuidado, el mesero retiraba la carne del caparazón y la acomodaba en el plato donde se serviría junto con la carne de las tenazas y el soufflé de trufa. Además, se llevaba a la mesa una prensa rodante de grandes dimensiones, fabricada en plata de marca Christofle. Se introducía dentro de la prensa todo el caparazón y se presionaba suavemente girando una gran manivela. Por el otro extremo de la prensa salía un líquido ligeramente espeso de color naranja, el cual se mezclaba con Armagnac y mantequilla fundida y se  rociaba sobre el bogavante.

Mi estancia en este lugar fue de tres meses. Antes de partir el hijo del chef se acercó a mí a decirme que si alguna vez regresaba a Francia le hiciera un gran favor: traerle una cajita de pastel de caja sabor brownie, que era su postre favorito y no lo conseguía allí. Pasaron varios años hasta que  regresé  con su encargo. Lo encontré afuera del restaurante jugando con un niño de alrededor de 6 años. No pregunté, hice cuentas y asumí que era su medio hermano. Nos saludamos, le entregue los la caja de pastel y confirmé que la vida muchas veces es surrealista.

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