May 20, 2012
TRUFAS NEGRAS


“Ya casi llegamos a casa” dijo la señora sentada junto a mi en el avión a su hija de 6 años, yo tenia 20 años e íbamos en el vuelo nocturno de Nueva York a Madrid, una sensación de miedo e incertidumbre me inundó, iba hacia la aventura a lado opuesto de lo que para mi era conocido, había escogido este vuelo para poder viajar de noche, dormir en el avión y así llegar por la mañana a presentarme a mi nuevo trabajo en el restaurant Jaún de Alzate. Después de mucho insistir, el chef Iñaki Izaguirre me había dado una oportunidad de trabajar en su prestigiada cocina por 6 meses pagándome lo suficiente para que no lo acusaran de tener esclavos.

La emoción me impedía dormir y mi  lectura durante el vuelo era un libro llamado “Trucha azúl y Trufas negras”, que consistía de las memorias gastronómicas de mediado del siglo XX de Joseph Wechsber, austriaco apasionado por el buen comer.

En el capitulo 12 dedicado en su totalidad a las trufas, esos preciados tubérculos que van desde tonalidades negras hasta claros grises,  de la familia de los hongos,  son por lo general  del tamaño de una nuez, de forma irregular y apariencia desagradable. Crecen alrededor de los árboles de Roble en Francia e Italia, son  buscadas por perros y cerdos adiestrados, ya que el tufo de la trufa tiene un olor que excita a los cerdos. El kilo de trufa puede llegar a costar más de 5,000 dólares, irónico que hasta el día de hoy nadie pueda cultivarlos.

Las ganas de aprender no me sirvieron de mucho al llegar a la cocina, como buena  monarquía me dieron el puesto de menor jerarquía, en pocas palabras todos me podían mandar menos Jordi el lava platos y Don Chalo el lava cacharros, viejo cansado que lo único que hacía era quejarse de su trabajo, de la España post Franco y contarme chistes malos de Pancho Villa, su única referencia mexicana.

Entre las labores de la cocina  que nadie quería hacer y por ende me tocaban a mí, era  estar en el rincón junto a la tarja quitando las escamas y fileteando los 40 kilos de pescado fresco que llegaba todos los días de San Sebastián y lo peor de todo limpiar cajas y cajas de mejillones negros de Galicia para preparar la sopa estrella del restaurant.

Después de dos semanas, con las manos desechas  y el ánimo abollado, era media mañana cuando de pronto un olor intenso a humedad, a bosque, erótico,  me invadió la nariz, me intoxicó,  se me fue al cerebro, impulsivamente volteé a ver de donde venía, caminando por la entrada de la cocina un hombre regordete que por su aspecto supuse era granjero, cargaba una caja de madera donde lo único que podía ver a los 10 metros de distancia que se encontraba, eran bolas de lodo. El chef se acercó, lo saludó, se quejó del precio y finalmente aceptó el precio demandado.

Respetuosamente me acerqué hacia el chef, que  hasta ese día no me había vuelto a dirigir la palabra desde que había llegado a trabajar para el. Eran trufas negras que venían cubiertas de lodo, y el chef apasionadamente me mostró como limpiarlas con una escobilla, nunca con agua. Tomó su navaja, rasuró una orilla del tubérculo y con su marcado acento vasco me dijo: “Son trufas, prueba, no creo que en Mexico existan”.  Tenía razón, no existen. La explosión de sabor en mi boca duró toda la mañana. Ese día entendí lo importante que era para mí estar ahí.


Escribí este texto hace mas de 15 años. Fue el primero.

  1. bagaje-gastronomico posted this