February 13, 2013
Los cocineros mexicanos que Trump no quiere (pero necesita)

Como bien dice el dicho: “no hay mal que por bien no venga”. 

Cuando tenía 22 años, poco después de obtener mi primer trabajo como chef en Acapulco, me enfermé de hepatitis y volví, convaleciente, a casa de mis padres en Ensenada. Cuando me recuperé decidí mudarme a San Diego para buscar trabajo.  

Encontré dos opciones. La primera era en restaurante nuevo, al que le habían invertido mucho dinero, frente a la Isla de Coronado del lado elegante de la ciudad. La segunda opción era un pequeño restaurante en una zona de bodegas industriales en los suburbios. 

En ambos lugares me ofrecieron el puesto de cocinero de línea.  Como buen novato, opté por el glamour de la primera opción.  —¡Error!— El lugar era un desastre, con inversionistas ricos y poca experiencia en manejo de restaurantes. 

Renuncié dos semanas después. 

Por fortuna, me enteré que no habían contratado a nadie en mi segunda opción, el restaurante Wine Sellar & Brasserie. Sin pensarlo, fui a entrevistarme con su chef, Douglas, quién antes de darme el trabajo me dijo que tenía que volver por la noche a observar cómo era el servicio durante la cena.

Esa noche estuve dos horas parado en un rincón de la cocina; atónito, viendo lo que se hacía en ese diminuto espacio.  Sólo tres cocineros —mexicanos todos—, hacían maravillas “a la minute”, en  sincronía,  en silencio, con una rapidez y perfección que no había visto antes. Douglas sólo observaba y corregía lo que para mí ya era perfecto. 

Al día siguiente era el cocinero de línea.

 Como chef hay que ser muy disciplinado para cambiar regularmente los platos de un menú. Douglas, que nunca fue a una escuela de gastronomía, era perfeccionista hasta el tuétano, apasionado del culto a la materia prima y cambiaba gran parte del menú todos los días. Esto hacía la preparación y ejecución todo un reto.  

En este trabajo me di cuenta que pensar que “los americanos no saben comer” es un mito. Ya en esa época nos surtían a diario verduras orgánicas de Chino Farms y pan de La Brea Bakery, curábamos los jamones de pato en casa y añejábamos la carne de calidad Prime en seco durante 21 días.  

En la cocina trabajé con Felipe, el sous-chef, Raymundo  el ayudante y Armando el lava platos quien, antes de lavar la sartén donde sellábamos el foie gras, tomaba un trozo de baguette para mojarlo en los remanentes de grasa. Lo disfrutaba siempre como si fuera la primera vez.  

Los chicos que trabajaban el comedor eran todos “gringos”, amables y sarcásticos. El mesero más popular era John, un hombre regordete y goloso, apasionado de comer aunque fueran las sobras que quedaran en los platos. 

En una ocasión John se apareció en la cocina con una sonrisa de oreja a oreja porque un cliente satisfecho había dejado una costilla de cordero entera. Con las prisas del servicio se la devoró tan rápido que se empezó a ahogar. Yo me encontraba cocinando y  al verle  lo abracé por detrás y le hice la maniobra de Heimlich. El trozo de carne salió volando y John pudo volver a respirar. 

Durante meses fui blanco de las burlas de los paisanos de la cocina porque John no dejaba de mostrar su gratitud conmigo después del incidente. Una noche me trajo un chorrito de vino que un cliente había dejado: un Chateau Margaux 1961. En aquel entonces mi acervo de cultura enológica iba poco más allá del Padre Kino y el Lancers así que cuando lo probé me di cuenta de que había un mundo por descubrir. 

A los pocos meses Felipe renunció y Douglas me ofreció ser su segundo. 

Acepté el cargo. 

A la semana siguiente la revista Gourmet nombró al restaurante como uno de los cincuenta mejores de Estados Unidos y por el misma época, el periódico San Diego Union lo consideró como el mejor de la ciudad.  En la guía Gault-Millau era el mejor del Sur California. La carta de vinos tenía el premio Grand Award de la revista Wine Spectator (mo más de 25 restaurantes en todo el mundo lo tenían en ese entonces). 

Estar en este restaurante era como estar en un oasis en medio de la nada, alejado de la cuidad.El trabajo y el estrés aumentaron considerablemente. El teléfono no dejaba de sonar, conseguir una mesa en este restaurante de tan sólo 45 sillas se volvió  privilegio sólo de algunos cuantos. Las jornadas de 10 horas de trabajo se tornaron de 12 y 14 horas, seis días por semana. Trabajábamos contra reloj y no parábamos, ni para comer.

El menú era un reflejo de la cocina californiana de los noventa: tartare de atún con hierbas frescas y crème fraîche, crema de berenjena rostizada con crostini de tapenade y aceite de albahaca; ensalada de espinacas templadas con pierna de cordero asada, feta y vinagreta de pimienta verde; lomo de halibut sobre betabeles rostizados y salsa de mostaza de grano; pierna de venado al sartén con puré de apio-nabo, manzanas salteadas y reducción de Barolo. 

Aprendí mucho de cocina en los dos años que tuve ese trabajo, pero lo que me marcó para siempre fue ver el sacrificio, talento y esfuerzo de nuestros paisanos. Todos los días trabajando en busca de un futuro mejor para ellos y los suyos, lejos de sus familias y muchas veces perseguidos.

 Las cocinas en Estados Unidos están dominadas por cocineros latinos, la mayoría mexicanos. Ojalá que algún día las condiciones económicas de nuestro país sean lo suficientemente atractivas para que puedan regresar. Ese día el nivel de gastronomía que tendríamos a lo largo y ancho de la república sería inimaginable. Ese día tal vez dejaríamos de importar chefs, que en algunas ocasiones su único talento radica en ser extranjeros.                                                               

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