Hay algo de Stirling...
Hay algo de Stirling que todavía no puedo entender. Las primeras semanas estaba apenada porque “no era Edimburgo”, porque “no habían tantas cosas para hacer” y quejas de ese tipo que vienen de alguien que acaba de salir de su zona de confort. Pero lo loco es que, si bien en Edimburgo me siento en “mi lugar”, en “mi salsa”, volver a Stirling es como volver a casa. Solía creer eso mismo de Edimburgo, y lo es, Edimburgo sigue siendo mi hogar. Pero Stirling… hay algo que no puedo expresar en palabras. Stirling tiene una huella, dejó algo en mi profundamente adherido en mi mente y mi corazón.
La cocina del Willy Wallace Hostel tiene dos ventanales que dan a un callejoncito con algunos negocios, restaurantes y pubs. Desde allí uno puede observar a la gente que pasa casi sin que ellos se percaten. Pero cada vez que caminaba por esa calle yo levantaba la vista en dirección a la cocina para ver si alguien estaba mirando por la ventana, porque sabía de la existencia de ese observador.
La cocina es larga. Es grande, pero no tanto si hay 10 personas cocinando a la vez. Al final hay un recoveco donde hay una estantería con especias, aceite, sal y demás cosas para condimentar pero que es una recolección de lo que se van olvidando los huéspedes.
En ese recoveco la encontré una vez a María sentada, agarrándose las rodillas y explicándole a Owen que ése era un buen lugar para esconderse de la gente. No pude evitar reírme, al igual que Owen, quien cocinaba de espaldas a María y también sonreía.
“Pero si acá viene todo el mundo”, le dije a María. “No, pero la mayoría de las personas entran y llegan hasta la mitad de la cocina, nunca vienen todo el trayecto hasta el fondo”.
El Willy Wallace Hostel, afortunadamente (a veces), está en un lugar estratégico. A una cuadra de la estación de tren y de buses y tres cuadras (en subida) del castillo, se encuentra en el centro de la ciudad vieja de Stirling. Subway, McDonalds y The Thistle Mall están tan solo cruzando la calle.
Un fin de semana, recuerdo porque había una excesiva cantidad de gente en la calle, se me habían antojado unas papas fritas de McDonalds. Diane, “mi esposa” (historia que dejo para otro momento) me acompañó. El lugar estaba infestado de pre-adolescentes gritando, haciéndose los graciosos, los superados, los adultos “copados”, tratando de sobresalir entre sus pares. Chicas de 13 años cubiertas por una capa de maquillaje de 3cm de espesor, más que el largo de lo que llevaban puesto.
Nunca una fila de comida rápida tardó tanto en avanzar. Estábamos rodeadas.
Un nene de esa edad trató de insinuarse a Diane, y la actitud cuasi-adulta de las chicas, más de forras que de maduras, era algo que nos inhibía excesivamente. “No hagas contacto visual”.
Salimos de McDonalds tan rápido como pudimos apenas me dieron la orden. Sentía un cosquilleo en la espalda como si estuviéramos siendo perseguidas. Y ahora no me digan “qué exagerada”, porque a veces los pre-adolescentes pueden hacerte sentir más insegura que estar parada desnuda frente a desconocidos.
El staff estaba cocinando, éramos diez o doce dentro de la cocina que ahora quedaba chica. Me senté en ese recoveco “escondido” mientras los chicos seguían las ordenes de Theresa y yo comía mis papas fritas. Todavía sentía los cosquilleos en mi espalda pero a la vez me sentía contenida. No sé si se debía al rincón donde estaba o al hecho de que todos los chicos, de las personas más hermosas que he conocido, estaban allí, ignorándome porque se concentraban en las tareas individuales designadas por la jefa de cocina del momento, pero haciéndome sentir en casa.
Stirling es ese recoveco. Es mi lugar de paz, de seguridad. Stirling es la colina del cementerio al atardecer, abrazada por los rayos de sol naranjas y por las Highlands que rodean la ciudad. Es ese escondite a donde solo pocas personas van porque lo conocen. No es tan ajeno como Edimburgo. Es sentirme abrazada. Es estar tomando sol entre las ruinas de una abadía del siglo XII, es un campo de flores amarillas, es el recoveco donde se esconden The Kilted Kangaroo y sus noches de karaoke, es The Settle Inn y sus músicos en una noche fría, es estar acostada en King’s Park con Christopher, a dos pulgadas de distancia, nuestras rodillas tocándose, ojos cerrados, el sol del atardecer calentándonos, el tiempo detenido, esa incertidumbre de no saber si dar el primer paso y besarlo pero estar contenta de estar en ese preciso instante ahí, viendo como sonríe.