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misslorx

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"Si has nacido sin alas, no hagas nada por impedir que te crezcan" -Coco Chanel
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Mia Wallace
Era un viernes cualquiera, de un diciembre como cualquier otro. Me la encontré en un bar del Born. Daba vueltas con un agitador rojo a un whisky solo, servido en vaso corto. Eso no es habitual en Barcelona. Miraba por debajo del flequillo recto , desde unos ojos azules, casi transparentes que parecían no sentir, o querer matar. Me senté al otro extremo de la mesa cuadrada de madera oscura, tomando lo mismo que ella. Durante un buen rato, me limité a mirarla y no dijo nada. Un año. Un año y algo más llevaba contando cuánto tiempo se tarda en estar preparado. En ver lo que hay que ver y descubrir que las cosas buenas y el instinto de lucha y salvación ya con compensaban el dolor. Porque estaba segura. Convencida de que ese momento llegaría. Y vivía en un “¿hasta cuándo?” sostenido que se estaba convirtiendo en una droga. Tomaba la decisión. Eso la hacía sentirse fuerte. Era placentero. En el momento de subidón se puede con todo. Con todos. Y cada vez tenía más la sensación de que era eso lo que la mantenía enganchada a aquella situación, el saber que podía con ella. Aunque luego, inevitablemente, viniera todo lo demás. El sentirse una mierda. Querer salir. No poder. Preguntarse si su propia bravuconería, lo valiente y fuerte que se presumía no la mataría, como de una sobredosis. Se había descalzado para hablar conmigo. Sus (aparentes) desaires al mundo me cautivaban. Alguien que baila con los pies desnudos no puede ser frágil. Pero sería dejarse engañar no advertir que tampoco puede ser insensible aquel que elige sentir el suelo bajo sus pies.
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Juguetes rotos
Aquel Dos Caballos de color azul estaba aparcado en la parte de atrás de la casa del pueblo desde que ella tenía memoria. La chapa, otrora brillante, estaba mate y con algún desconchón por estar continuamente expuesta a un sol sin el más mínimo rastro de clemencia. Aunque su desuso era obvio, aún guardaba en su interior evidencias físicas de haber sido utilizado en algún momento que , sorprendentemente, no parecía tan remoto, ni siquiera lejano. Tenía prohibidísimo entrar a jugar en él, bajo el aviso expreso de su madre de que “Vaya usted a saber qué bichos, ¡¿alacranes?!, no habrán hecho de él su casa” y aún así, amén de los restos de una vida anterior aquel vehículo azul de ruedas sin apenas presión, escondía todo un alijo de juguetes actuales y tesoros que no debían ser encontrados (piedras de río de colores, colas de lagartiga). Carol, solía despedirse de sus amigas del colegio diciendo que se iba a jugar con sus dos caballos azules, ante miradas incrédulas y burlonas de la mayoría. Pero eso era, precisamente, lo que iba a hacer. Tan pronto Martín escuchara acercarse el motor del coche de los visitantes vacacionales, echaría a correr camino arriba, tras la polvareda. Al sonido del freno de mano, Carol saltaría del coche de papá y correría al encuentro del chico para echar una carrera hasta el viejo auto. Ese verano ya contaba Carol ocho años y nueve Martín, pero las infancias de entonces, lejos estban de las de ahora. Al llegar a la meta, Carol advirtió que el maletero estaba ligeramente abierto y pensó cómo no se le había ocurrido nunca entrar por ahí. Al hacerlo, observó un cerco marrón oscuro ya casi bajo el asiento trasero. ¿Había estado siempre ahí? -A mí no me mires -dijo Martín, como leyendo la pregunta en la mente de Carol. Esa noche, cenando, la niña intentó averiguar. -Papá, hoy, en el auto… -¡Carol! ¿Cuántas veces…? -replicó su madre- de lo que no se puede hablar es mejor callar y deja de jugar en ese trasto, que cualquier día va a haber otra desgracia! Una. Una desgracia. Al amanecer, el coche de papá estaba cargado y la despertó anunciando que se marchaban a un apartamento en la playa. No le dio mayor importancia, pensó que al día siguiente, al regreso, volvería a jugar con Martín y le hablaría de si había encontrado erizos en la playa. No regresaron a la casa, ni volvió a ver a Martín. Hoy, desde su nuevo balcón, ha visto subir la Gran Vía madrileña un Dos Caballos azul. Es el primero que ve desde aquellas vacaciones. Y mientras mira atardecer con desconcierto, piensa en aquel niño, Martín, y se pregunta si, como ella, a fuerza de luchar contra los secretos del ayer, se habrá convertido en juguete de una verdad que se niega a ser revelada.
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