Aquel Dos Caballos de color azul estaba aparcado en la parte de atrás de la casa del pueblo desde que ella tenía memoria. La chapa, otrora brillante, estaba mate y con algún desconchón por estar continuamente expuesta a un sol sin el más mínimo rastro de clemencia. Aunque su desuso era obvio, aún guardaba en su interior evidencias físicas de haber sido utilizado en algún momento que , sorprendentemente, no parecía tan remoto, ni siquiera lejano. Tenía prohibidísimo entrar a jugar en él, bajo el aviso expreso de su madre de que “Vaya usted a saber qué bichos, ¡¿alacranes?!, no habrán hecho de él su casa” y aún así, amén de los restos de una vida anterior aquel vehículo azul de ruedas sin apenas presión, escondía todo un alijo de juguetes actuales y tesoros que no debían ser encontrados (piedras de río de colores, colas de lagartiga). Carol, solía despedirse de sus amigas del colegio diciendo que se iba a jugar con sus dos caballos azules, ante miradas incrédulas y burlonas de la mayoría. Pero eso era, precisamente, lo que iba a hacer. Tan pronto Martín escuchara acercarse el motor del coche de los visitantes vacacionales, echaría a correr camino arriba, tras la polvareda. Al sonido del freno de mano, Carol saltaría del coche de papá y correría al encuentro del chico para echar una carrera hasta el viejo auto. Ese verano ya contaba Carol ocho años y nueve Martín, pero las infancias de entonces, lejos estban de las de ahora. Al llegar a la meta, Carol advirtió que el maletero estaba ligeramente abierto y pensó cómo no se le había ocurrido nunca entrar por ahí. Al hacerlo, observó un cerco marrón oscuro ya casi bajo el asiento trasero. ¿Había estado siempre ahí? -A mí no me mires -dijo Martín, como leyendo la pregunta en la mente de Carol. Esa noche, cenando, la niña intentó averiguar. -Papá, hoy, en el auto… -¡Carol! ¿Cuántas veces…? -replicó su madre- de lo que no se puede hablar es mejor callar y deja de jugar en ese trasto, que cualquier día va a haber otra desgracia! Una. Una desgracia. Al amanecer, el coche de papá estaba cargado y la despertó anunciando que se marchaban a un apartamento en la playa. No le dio mayor importancia, pensó que al día siguiente, al regreso, volvería a jugar con Martín y le hablaría de si había encontrado erizos en la playa. No regresaron a la casa, ni volvió a ver a Martín. Hoy, desde su nuevo balcón, ha visto subir la Gran Vía madrileña un Dos Caballos azul. Es el primero que ve desde aquellas vacaciones. Y mientras mira atardecer con desconcierto, piensa en aquel niño, Martín, y se pregunta si, como ella, a fuerza de luchar contra los secretos del ayer, se habrá convertido en juguete de una verdad que se niega a ser revelada.
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