Pájaro en mano

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Pájaro en mano

Sentí olor a muerte desde temprano. Conozco bien ese olor: no se confunde con nada.

13 de marzo de 2017

por Leila Sucari

Sentí olor a muerte desde temprano. Conozco bien ese olor, no se confunde con nada. Hace unos meses, había el mismo olor en el cuarto de mi papá. Él me dijo que antes de salir había dejado todo cerrado, que seguro venía de afuera. Pero yo estaba convencida de que era interno; y no me equivocaba: una pequeña comadreja muerta reposaba entre sus libros. No fue un hecho extraordinario, mi papá vive en el campo y, hacía poco, un marsupial había parido en el techo de la casa. Se escuchaban los pasitos sobre la chapa todas las noches. Alguna cría intrépida, seducida quién sabe por qué elemento de la humanidad, había entrado a su cuarto y había tenido la mala suerte de quedarse bajo llave cuando mi padre salió para la ciudad.

Yo, en cambio, vivo en un departamento que el consorcio fumiga una vez al mes, tengo tres gatos y un balcón enrejado. Las posibilidades de que haya un animal muerto dentro de casa son mínimas. Quise convencerme de que mi olfato estaba equivocado con razones lógicas. Pero el olor seguía invadiéndolo todo, cada vez más fuerte se expandía y deambulaba incluso fuera de la habitación. Era un fantasma ácido que se apoderaba de los ambientes.

Para evitar caer en la paranoia, me dediqué a pensar en varias alternativas coherentes: un par de medias putrefactas, un pañal de mi hijo abandonado bajo la cama, un pedazo de carne hurtado del tacho de basura. Los gatos durmieron todo el día, desarmados por el calor del verano, estirados sobre las sábanas como si fueran parte del estampado. Su calma excesiva me resultaba imposible de relacionar con un cadáver escondido detrás de la cama. Cuando entra una mosca, enloquecen y acechan al insecto como leones salvajes. Ni hablar de las contadas veces que tuvieron contacto con una polilla o una cucaracha. Caos y barbarie. Esta vez, nada. Silencio y siesta. Sin embargo, a pesar de su indiferencia, el olor seguía penetrando mis orificios nasales. Cuando, horas más tarde, Tomás llegó a casa, se lo dije:

-Hay olor a muerto en la habitación.
-¿Qué?
-Que hay un animal muerto.

Él, que es el representante de la estadística y la cordura hogareña, me dijo que no podía ser, que era imposible. Le dije que estaba segura, que sintiera el olor. Fuimos al cuarto con las cabezas gachas como dos perros sabuesos. Primero dijo que venía de afuera, después que era el olor al insecticida del vecino.

—Acá hay un animal muerto —insistí, y le pedí que revisara detrás del mueble.

Corrió las cosas con la ayuda de un palo de escoba. Había medias viejas, polvo, una ballena musical, monedas y un pantaloncito azul. Ningún muerto. Yo miraba desde la puerta, con la excusa de tener a Simón a upa, y daba directivas geográficas.

—No sé de donde viene. Vení vos que estás tan segura, decime dónde sentís el olor.

Le dije que venía de ahí, de atrás del mueble, cerca del sillón. Y me fui. Dos segundos después, una voz trémula salió de su boca:

—Acá está.

Corrí espantada. Llegué al balcón dando saltitos, imaginando una rata, un ser putrefacto escondido en mi propia habitación. Tomás vino detrás, se rascaba la nariz y decía que sentía el olor por todos lados.

—¿Y ahora? —preguntó.
—Ahora hay que sacarlo y tirarlo a la basura.

Nos miramos. Ninguno de los dos quería enfrentarse al cadáver.

—¿Qué es?
—Un pajarito.
—Andá vos —le dije.
—¿Por qué?
—Porque sos más grandote.
—No seas machista —retrucó, y nos reímos.

Entonces respiré profundo y junté coraje. Había que enfrentar a la muerte. Recordé mi infancia llena de pájaros caídos de los nidos. Recordé los renacuajos muertos dentro del tupper donde, sin querer, los calciné al olvidarlos bajo el sol de un verano violento. Recordé los peces que tantas veces había tirado al inodoro; y a mi perra que, aún muerta, seguía siendo hermosa. Fui al cuarto con la pala y la escoba. Y ahí estaba. Diminuto, suave, con vetas marrones. Un pajarito del tamaño del puño de mi mano descansaba en posición fetal. ¿Cómo había llegado ahí? ¿Por qué había entrado? ¿Por dónde? Estaba intacto, parecía dormido. Ninguna pluma, ninguna herida. Había muerto virgen de las garras felinas.

Era tan delicado que tuve ganas de agarrarlo y sentir su peso sobre mis dedos. Acariciarlo y darle una despedida digna. Fue un sentimiento fugaz y reprimido por la practicidad que requiere la muerte. Sin pensar demasiado, lo levanté con la palita y lo tiré al tacho de basura. Después salí al balcón a tomar aire. Las rejas que separan mi casa del abismo son cuadrados por donde no entraría jamás un pájaro, ni siquiera un pichón. Quise atravesarlo con mi puño cerrado, fue imposible. Entonces recordé la frase de Paul Valery: “El habitante de los grandes centros urbanos recae en un estado de salvajismo: el aislamiento”. Construimos ciudades y fronteras con la ilusión de controlar la vida y la muerte, lo que entra y lo que sale. Necesitamos creer que somos capaces de ordenar el caos, pero siempre algo se nos escapa. A pesar de aislarnos, el devenir continúa, ajeno a nuestras pretensiones.

Con una mezcla de encanto y resignación frente al misterio de la vida, me quedé mirando mis plantas. Entre las baldosas compactas del suelo, se asomaba un brote. El tallo firme y delgado dirigía su única hoja en dirección al sol. ¿Cómo creció sobre el cemento? ¿Dónde se fijaron sus raíces? ¿Cuál es el límite de lo salvaje?

A la noche llevamos el colchón al living. No tanto por el pájaro, sino por el aire acondicionado. Armamos un campamento y tomamos helado en el piso. Hoy me desperté temprano, la luz entraba por la ventana y no me dejaba dormir. Apenas abrí los ojos volví a sentir el olor. Me quedé un rato quieta, pensando que era sólo un resabio olfativo del día anterior. Pero no había intelecto que sirviera para anular la percepción de mis sentidos. Lo desperté a Tomás.

—Volvió el olor —le dije, como en un loop de película de terror clase B.
—Es verdad.

Ahora son las nueve de la mañana y mi casa está dada vuelta. El sillón fuera de lugar, los libros en el piso, el colchón apoyado sobre la pared. Jugamos una absurda y macabra búsqueda del tesoro. Buscamos al nuevo pájaro ¿Habrá un nido en la casa? ¿Habrá más muertos escondidos? ¿Dónde estará el cadáver? Mi gata se relame y nos observa desde arriba de la mesa. Me siento y apoyo la mano sobre su pelo. Las dos miramos por la ventana. El cielo está cubierto de nubes. Un grupo de pájaros negros gira en el aire y se aleja hasta desaparecer en el horizonte de edificios.


Leila Sucari estudió periodismo, artes visuales y filosofía. Este año publicará su primera novela, Adentro tampoco hay luz, que ganó el Primer Premio de Fondo Nacional de las Artes. En Twitter es @leilasucari .