Rosario Bléfari

Próxima estación

Durante el último año, Rosario Bléfari publicó un diario mensual en La Agenda. Esta es una lectura y una memoria de esos textos finales.

8 de julio de 2020

por Mauro Libertella

Hace unos meses Rosario Bléfari estaba leyendo El discurso vacío, de Mario Levrero. Ella, que desde fines del año pasado vivía en la casa de su padre en Santa Rosa, leía ese librito brillante y obsesivo de un hombre que solo escribe para mejorar su caligrafía: los apuntes de un escritor que no especula, el diario loco de un artista sin red. Alguna vez el narrador uruguayo Felipe Polleri dijo algo sobre su amigo Levrero y por alguna razón la frase reverberó en mi cabeza en estos primeros días desde la muerte de Rosario Bléfari, días fríos y soleados del año más raro de todos: “Era nuestro ejemplo. Alguien que se dedica, con todos los sacrificios del caso, al arte y a nada más en el mundo. Eso es profundamente inspirador. Es importante que en tu época haya al menos una de esas personas circulando”.

A fines de 2019 –otra era, otro mundo– se terminaba su primer año como columnista de La Agenda y la invitamos a empezar el 2020 en una sección distinta, el Diario del domingo, en el que algún autor escribe su semana, con una libertad rayana a la ficción. La propuesta le copó y me dijo que iba a escribir un Diario de la dispersión, algo así como la bitácora imposible de alguien que merodea alrededor del blanco pero que, deliberadamente, nunca lo impacta. (Levrero, de nuevo: “Escribir no es sentarse a escribir; esa es la última etapa, tal vez prescindible. Lo imprescindible, no ya para escribir sino para estar realmente vivo, es el tiempo de ocio”). Para ella, nos muestran sus diarios de estos últimos meses, lo importante era habitar el trabajo artístico en el sentido más literal de la palabra: estar ahí, vivir físicamente en su propio trabajo, puro proceso sin resultados o, mejor, el proceso como único resultado deseable. Ya había soltado amarras; transitaba, acaso, lo que Edward Said llamó “el estilo tardío”. Y, de hecho, mes a mes fue convirtiendo la casa de su padre en un laboratorio privado, en su salita de juegos: “No se trata de hacer una ‘obra’, me considero aficionada siempre, o mejor dicho ni pienso en eso porque esto no tiene nada que ver. En esta instancia hay como una especie de feria construida por mí. Por las noches largas y durante el día si entro a descansar o a buscar algo en la habitación, es como una kermesse para mí sola, por la que voy pasando por los distintos puestos y puede que además de mirar, haga algo un rato en cada uno, alguna modificación, o un descarte (un puesto se cierra y lo reemplaza otro)”.

Cuando empezó a escribir para La Agenda, mandaba sus textos uno o dos días antes de la fecha pautada y se desentendía del asunto, como si fuera un trabajo, pero con el tiempo se fue involucrando en el proceso cada vez un poco más, y al final ya elegía las fotos, el título e incluso los copetes. Sus columnas, así, se volvieron parte de un proceso artesanal al que se había consagrado del todo y que en cierto sentido marca su instinto de artista: lo artesanal, sea eso lo que sea, es el hilito dorado que enhebra sus discos, sus películas, sus libros. Confinada en la casa de su padre, en un lugar tan exageradamente argentino como La Pampa, revisaba fotos viejas y tal vez en esos días terminó de entender algo de su familia, de su madre, de su padre, de ella misma. Cuando Héctor Viel Temperley estaba internado y la muerte le mordía los talones escribió el ya mítico Hospital Británico, en el que encontró, en fragmentos pretéritos de su obra, profecías silenciosas que anticipaban esa muerte que ahora estaba ahí nomás, detrás de una de las puertas de ese hospital. Los llamó “textos proféticos lejanos”. A medida que recibía mes a mes sus Diarios de la dispersión, empecé a sentir, sin verlo con tanta claridad, que ella también estaba volviendo a transitar el archivo de su propia vida para darle un cierre. Yo todavía no sabía que estaba enferma y sin embargo sus textos finales eran transparentes en ese sentido, con ese tipo de transparencia muy particular del que regala algo sin enunciarlo, del que muestra solo para el que de verdad lo quiere ver.

Hacia marzo me dijo que quería que su Diario de la dispersión fuera un libro, que ya lo estaba pensando así: doce entregas, doce capítulos para un libro. Hoy, entonces, ese libro que todavía no es, o ese libro que nunca fue, se infiltra en la doble tradición de los libros inacabados y de los libros póstumos. ¿Qué son los libros póstumos? ¿Un libro póstumo es un libro que se publica después de la muerte de su autor o es, en realidad, un libro que el autor escribe desde la muerte? 2666 de Bolaño, La novela luminosa de Levrero, Veneno de escorpión azul de Gonzalo Millán, los diarios de Piglia. ¿Qué tipo de electricidad alimenta esos saltos al vacío? El Diario de la dispersión tendrá que ser leído, en el futuro, junto a su Diario del dinero que Mansalva está por publicar y que es póstumo porque la pandemia no dejó que se imprimiera antes pero también porque los libros póstumos lo son en un sentido profundo, atávico, muy difícil de desentrañar.

Hace menos de un mes Rosario me mandó un audio muy largo que me impresionó hasta las lágrimas. Su voz ya era tenue; esa voz dulce, de niña, estaba atravesada por una sombra opaca y a las primeras palabras ya era clarísimo que algo estaba muy mal. Siempre es impresionante cuando la voz de un cantante envejece de golpe. Como las fotos de Cortázar, que pasó de ser un niño gigante a un viejo en apenas unos meses y luego se murió. Siempre pensé que los cantantes deberían grabar, de viejos, un disco con versiones de las canciones que grabaron de jóvenes, un poco como hizo Johnny Cash con la tradición americana en sus American Recordings o como hizo hace poco Marianne Faithfull, que a sus 72 años volvió a grabar su primer hit, “As tears go by”, el tema que le regalaron sus amigos Jagger y Richards cuando ella era una chica de 18 años que deambulaba por las noches blancas del swinging London; la de 1964 es una voz casi virgen, dulce y algo apresurada (la juventud lo es), pero la de ahora es áspera y detenida, infinitamente más conmovedora. Algo así sentí cuando escuché ese audio de Rosario Bléfari: que su voz había cambiado dramáticamente y que la voz es, para los cantantes, el espejo del espíritu y que cuando cambia la voz ya se atravesó la línea de no retorno. Ahí me contaba que estaba enferma y que no sabía si iba a llegar a escribir otro texto más. Pensé que exageraba. Hay noticias para las que no estamos del todo listos, como no estamos listos a veces para algunos libros, para algunos discos. Intercambiamos un par de mensajes más y quedó ahí. “La confianza se entrena” terminó siendo su último texto y ahora lo vuelvo a leer buscando, como Héctor Viel Temperley en sus propios libros, las huellas de una despedida. El párrafo final es como un epitafio lleno de luz; un final cristalino, un estribillo hermoso, una canción sin miedo a la muerte: “Hoy vamos a encender el horno de barro y terminar de plantar las flores que faltan. Por la tarde mis primos me traen el super bombo. En este momento entra el sol en la casa y promete un día más. ¡Vamos por un día más!”.


Nació en 1983. Publicó los libros Mi libro enterrado, El invierno con mi generación, Un reino demasiado breve y Un hombre entre paréntesis.