Las maldiciones y la histeria del príncipe bastan para ahuyentar a su bonita invitada. La pobre sale despavorida con las prendas ceñidas al pecho. De nuevo: no le importa, y a diferencia de la mujerzuela, la obstinación del príncipe no lo altera. Es así, en la nueva privacidad de ambos, que se acerca perezoso y se inclina a su nivel, puesto de cuclillas. “No se equivoque, príncipe.” murmura, tan inalterable y frío que su propio cuerpo podría congelarse. "El único idiota eres tú, que has decidido quitarte las putas ganas en el mismo techo que tu maldita prometida.” adiós a su formalidad, a su decencia, a sus delicadezas. Hastiado, el siervo se toma la libertad de tocarlo y revisar la zona afectada de su cabeza, apartando uno que otro mechón que entorpece su cometido. “Yo que tú, Nigel, tendría más cuidado al hablarme...” lo mira en su ligereza y despreocupación. Solo allí lo toma de las mejillas, ejerciendo una presión delicada. Mínima, para robarle un puchero. “Pero, tú me querías aquí, ¿no? ¿Ya comienzas a arrepentirte?”