Microblog de Juan Carlos Barajas Martínez, este no es exactamente un blog de sociología, aquí te encontrarás con los retales de un vida inacabada (gracias a Dios), la infancia, la juventud y la madurez, además de un paseo crítico por el santoral de la Iglesia. También encontrarás referencias al blog.
Si buscas el blog está en http://sociologiadivertida.blogspot.com.es
Durante la década de 1960, en consonancia con el crecimiento
que se produjo cuando Franco liberalizó la economía, se puso de moda hacer los
suelos de los pisos con parqué. Era, en principio, un material más noble que la
típica baldosa y daba un cierto empaque a la casa que quedaba, como decía mi
madre, más vestida.
Con el dinero que mis padres sacaron del traspaso del
hostal, se compraron en 1969 un piso pequeño en las afueras que tenía, a falta
de tamaño, el suelo de parqué.
Un parqué duro como el acero, resistente a cualquier
desaguisado o accidente y al paso del tiempo. No tuvimos necesidad de
acuchillarlo nunca. Cuando vendí la casa, veintiocho años después, tenía el
parqué original y sin reformas.
Como casi todas las madres de la época, mi santa madre
estaba obsesionada con la limpieza y el parqué no era una excepción, así que
tenía que brillar continuamente. No solo lo enceraba con aquella cera Álex de
los anuncios, sino que siguiendo una moda que acabó instituida en todos los
hogares, puso dos pares de gamuzas de paño en el suelo a la entrada de la casa.
De manera que, cada vez que entrabas en casa desde la calle debías ponerte en
los pies las susodichas gamuzas e ibas patinando sobre ellas hasta la
habitación; en donde te ponías las zapatillas de estar en casa.
Con esto no solo librabas al parqué del barro y el polvo de
la calle, sino que sacabas brillo con el frotar de los pies sobre el suelo.
Los niños tienen la inteligente tendencia a convertir en
juegos toda obligación, los modernos llaman ahora a esto gamificación. Así que
a mi hermano y a mí nos gustaba jugar a patinar con las gamuzas simulando ser
patinadores de hielo imaginarios a los que poníamos nombres rusos del tenor de
Alexandr Deslizov o Luzmila Patinova. Curiosamente estos juegos no levantaron
ni prohibiciones ni aspavientos de mi poco tolerante madre con las cosas de la
casa pues, al fin y al cabo, sacábamos brillo al suelo.
Claro que, muchas veces, nos veníamos a arriba víctimas de
nuestro temperamento artístico y lanzábamos piruetas, dábamos vueltas a pesar
de las advertencias proféticas –que no prohibiciones– de mi madre.
-“niños, os la vais a pegar”-
Indefectiblemente acabábamos en el suelo dándonos unas costaladas
nada acordes con el arte del patinaje que terminaban unas veces en risas y otras
en llanto, pero como también decía a menudo mi madre, los niños son de goma,
así que nunca pasó nada grave.
Bien sé que la parábola del hijo pródigo es una fábula, una alegoría y, por tanto, no es santificable ni milagrosa, así que poca cabida tiene en esta serie de relatos.
Sin embargo, por la autoridad que me confiero yo mismo como autor, voy a introducir un nuevo apólogo dentro de estos escritos míos. Más que nada porque este texto del Evangelio de San Lucas esconde una gran injusticia y, de seguro que, habiendo pasado los años desde que Jesús hablara y el evangelista escribiera, y teniendo en cuenta que la tradición oral tiende a confundir los detalles, no resulta extraño ni sobrenatural que el bueno de Lucas se despistara al redactar estos versículos.
Vamos a recordarla, un hijo decide abandonar a su padre, obligándole a partir la herencia. Se marcha para no volver, a vivir una vida de excesos y pecado. Después de desperdiciar toda su herencia con mujeres de dudosa profesión y otros placeres propios de aquellos cuyas almas pueblan el infierno, se encuentra en una situación desesperada sin dinero, andrajoso y con hambre. Así que decide regresar con su padre, con quién vivía como un señor, aspirando a que lo contrate como un jornalero más.
Su padre lo recibe con los brazos abiertos y lo perdona completamente, lo viste y calza y manda matar a su mejor cordero y que, de jornalero nada, que para eso es su hijo.
Claro, el hijo mayor se siente resentido por la bienvenida que recibe su hermano pródigo, de hecho, ni siquiera ha sacrificado un cordero por él en todos estos años en los que se ha quedado a trabajar en el campo deslomándose de sol a sol. Ya le vale al padre y todos encontramos lógica la reacción del hermano no pródigo.
Los teólogos han tenido que darle mucho al coco para justificar esta fábula, eso es síntoma de que la cosa no está tan clara y que el sentido común no traga con la historia. Es una parábola contraintuitiva.
Cuatro son las razones más comunes que los doctores de la iglesia esgrimen para ver el sentido teológico de esta historia. En primer lugar, el amor y la misericordia de Dios, el padre representa a Dios que acoge amorosamente al hijo de regreso a pesar de sus pecados como Él hace con los pecadores.
En segundo lugar, el valor del arrepentimiento y la redención, poderosa herramienta que te permite encontrar la salvación in extremis si la contrición es sincera.
En tercer término, la actitud del hijo mayor, que representa a las personas religiosas y cumplidoras que se sienten agraviadas por el perdón del crápula de turno en el último suspiro.
Y, por último, la celebración del regreso, que es una metáfora de la alegría celestial que se produce cuando un pecador se arrepiente y vuelve a Dios.
Yo, sin hacer de menos a los sesudos teólogos que hace muy bien su trabajo, me parece que la vida disipada del pródigo merece perdón si hay arrepentimiento, ahora bien, el perdón no debe seguirse de más reparaciones económicas. Por un lado, esto podría incentivar a individuos con poco escrúpulo moral a seguir ese camino alejándose del arrepiento verdadero en un camino que ha venido llamándose “efecto llamada” y, por otro lado, se comete una injusticia económica, si evaluamos los costos y beneficios, los resultados son evidentes: las indulgencias en vicios y desenfreno fueron sufragadas con la herencia del hijo mayor.
Además, encuentro serios inconvenientes jurídicos. Si la herencia se partió, la administración del capital restante le correspondía desde ese mismo momento al hermano mayor, por lo tanto, el padre no era nadie para andar regalando su patrimonio. Para mí que el menor había salido al padre y el mayor debía ser muy parecido a la madre.
Por todo lo que antecede, creo que la parábola correcta debería haber sido la “del hijo no pródigo” que muy bien podría haber sido de esta manera:
“Hace tiempo, en una tierra lejana, vivía un padre que tenía dos hijos. El hijo menor, Juan, era un joven inquieto y ansioso por explorar el mundo más allá de las fronteras de la propiedad paterna. Un día, Juan se acercó a su padre y le pidió su parte de la herencia para poder aventurarse y perseguir sus propios deseos.
El padre, con pesar en su corazón, le concedió la petición de Juan. Pronto, Juan partió hacia tierras lejanas, donde derrochó su fortuna en placeres fugaces y amistades efímeras. Como suele suceder en estos casos, sus riquezas se agotaron y se encontró en la miseria. Sin dinero, ni amigos, ni esperanza, se vio obligado a buscar trabajo como jornalero en las tierras de un hombre desconocido.
Mientras trabajaba bajo el sol abrasador y se enfrentaba a la dura realidad recordaba con nostalgia la comodidad y la abundancia de la casa de su padre. Se arrepintió profundamente de sus acciones y decidió regresar a casa, aunque fuera como un humilde jornalero.
Al llegar a la casa de su padre fue recibido con los brazos abiertos y las lágrimas de alegría de su padre que lo perdonó de todo corazón, pero en lugar de aceptar la oferta del padre de ser tratado como un hijo, Juan aceptó humildemente en convertirse en jornalero en la finca familiar. Aprendió la lección de la humildad y la gratitud y se dedicó con diligencia a su trabajo, valorando cada día la bondad y el perdón de su padre.
El hijo mayor, que había permanecido fiel en casa, observaba con asombro la transformación de su hermano y, en lugar de resentirse, compartió la alegría de su padre y se unió a la celebración familiar.
Y así, en aquella casa resonó con el sonido de la reconciliación y la gracia, mientras el hijo pródigo encontraba su redención y el no pródigo su paz”.
San Cucufato los cojones te ato
Llamarse Cucufato, seas santo o no, de entrada, es un hándicap; las cosas se te ponen cuesta arriba desde el nacimiento. Serás víctima de bromas en el colegio, en el trabajo, en… http://tmblr.co/ZBhrKo2nZTiEJ
Sociología divertida es un intento por compartir el maravilloso mundo del estudio de los fenómenos sociales de manera amena, divulgativa, para todos los públicos. O por lo menos eso intento.
Artículos de Juan Carlos Barajas @SociologiaDiver https://sociologiadivertida.blogspot.com/
“La filosofía no sirve para nada”, podcast de reflexión sin pretensiones.
Max Horkheimer dijo: “la filosofía se preocupa de q no nos timen”, no solo los demás, también de q no nos timemos a nosotros mismos. https://filosofias.es/wiki/doku.php/podcast/episodios
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Bien sé que la parábola del hijo pródigo es una fábula, una alegoría y, por tanto, no es santificable ni milagrosa, así que poca cabida tiene en esta serie de relatos.
Sin embargo, por la autoridad que me confiero yo mismo como autor, voy a introducir un nuevo apólogo dentro de estos escritos míos. Más que nada porque este texto del Evangelio de San Lucas esconde una gran injusticia y, de seguro que, habiendo pasado los años desde que Jesús hablara y el evangelista escribiera, y teniendo en cuenta que la tradición oral tiende a confundir los detalles, no resulta extraño ni sobrenatural que el bueno de Lucas se despistara al redactar estos versículos.
Vamos a recordarla, un hijo decide abandonar a su padre, obligándole a partir la herencia. Se marcha para no volver, a vivir una vida de excesos y pecado. Después de desperdiciar toda su herencia con mujeres de dudosa profesión y otros placeres propios de aquellos cuyas almas pueblan el infierno, se encuentra en una situación desesperada sin dinero, andrajoso y con hambre. Así que decide regresar con su padre, con quién vivía como un señor, aspirando a que lo contrate como un jornalero más.
Su padre lo recibe con los brazos abiertos y lo perdona completamente, lo viste y calza y manda matar a su mejor cordero y que, de jornalero nada, que para eso es su hijo.
Claro, el hijo mayor se siente resentido por la bienvenida que recibe su hermano pródigo, de hecho, ni siquiera ha sacrificado un cordero por él en todos estos años en los que se ha quedado a trabajar en el campo deslomándose de sol a sol. Ya le vale al padre y todos encontramos lógica la reacción del hermano no pródigo.
Los teólogos han tenido que darle mucho al coco para justificar esta fábula, eso es síntoma de que la cosa no está tan clara y que el sentido común no traga con la historia. Es una parábola contraintuitiva.
Cuatro son las razones más comunes que los doctores de la iglesia esgrimen para ver el sentido teológico de esta historia. En primer lugar, el amor y la misericordia de Dios, el padre representa a Dios que acoge amorosamente al hijo de regreso a pesar de sus pecados como Él hace con los pecadores.
En segundo lugar, el valor del arrepentimiento y la redención, poderosa herramienta que te permite encontrar la salvación in extremis si la contrición es sincera.
En tercer término, la actitud del hijo mayor, que representa a las personas religiosas y cumplidoras que se sienten agraviadas por el perdón del crápula de turno en el último suspiro.
Y, por último, la celebración del regreso, que es una metáfora de la alegría celestial que se produce cuando un pecador se arrepiente y vuelve a Dios.
Yo, sin hacer de menos a los sesudos teólogos que hace muy bien su trabajo, me parece que la vida disipada del pródigo merece perdón si hay arrepentimiento, ahora bien, el perdón no debe seguirse de más reparaciones económicas. Por un lado, esto podría incentivar a individuos con poco escrúpulo moral a seguir ese camino alejándose del arrepiento verdadero en un camino que ha venido llamándose “efecto llamada” y, por otro lado, se comete una injusticia económica, si evaluamos los costos y beneficios, los resultados son evidentes: las indulgencias en vicios y desenfreno fueron sufragadas con la herencia del hijo mayor.
Además, encuentro serios inconvenientes jurídicos. Si la herencia se partió, la administración del capital restante le correspondía desde ese mismo momento al hermano mayor, por lo tanto, el padre no era nadie para andar regalando su patrimonio. Para mí que el menor había salido al padre y el mayor debía ser muy parecido a la madre.
Por todo lo que antecede, creo que la parábola correcta debería haber sido la “del hijo no pródigo” que muy bien podría haber sido de esta manera:
“Hace tiempo, en una tierra lejana, vivía un padre que tenía dos hijos. El hijo menor, Juan, era un joven inquieto y ansioso por explorar el mundo más allá de las fronteras de la propiedad paterna. Un día, Juan se acercó a su padre y le pidió su parte de la herencia para poder aventurarse y perseguir sus propios deseos.
El padre, con pesar en su corazón, le concedió la petición de Juan. Pronto, Juan partió hacia tierras lejanas, donde derrochó su fortuna en placeres fugaces y amistades efímeras. Como suele suceder en estos casos, sus riquezas se agotaron y se encontró en la miseria. Sin dinero, ni amigos, ni esperanza, se vio obligado a buscar trabajo como jornalero en las tierras de un hombre desconocido.
Mientras trabajaba bajo el sol abrasador y se enfrentaba a la dura realidad recordaba con nostalgia la comodidad y la abundancia de la casa de su padre. Se arrepintió profundamente de sus acciones y decidió regresar a casa, aunque fuera como un humilde jornalero.
Al llegar a la casa de su padre fue recibido con los brazos abiertos y las lágrimas de alegría de su padre que lo perdonó de todo corazón, pero en lugar de aceptar la oferta del padre de ser tratado como un hijo, Juan aceptó humildemente en convertirse en jornalero en la finca familiar. Aprendió la lección de la humildad y la gratitud y se dedicó con diligencia a su trabajo, valorando cada día la bondad y el perdón de su padre.
El hijo mayor, que había permanecido fiel en casa, observaba con asombro la transformación de su hermano y, en lugar de resentirse, compartió la alegría de su padre y se unió a la celebración familiar.
Y así, en aquella casa resonó con el sonido de la reconciliación y la gracia, mientras el hijo pródigo encontraba su redención y el no pródigo su paz”.