El primer recuerdo

Allá por 1963 mi padre tenía carné de conducir, pero no tenía coche. Los coches marcaban un estatus especial en la sociedad española de la época, el que disponía de uno era un hombre con posibles. Mi padre no lo conseguiría hasta 1965, para aquel entonces yo consideraba que mi padre era rico, tenía un hostal, coche y empleados, y yo se lo espetaba a la cara a los empleados de mi padre que me contestaban: “será por eso por lo que sólo coméis carne los clientes, tu hermano y tú”. Poca conciencia social tenía yo en mi infancia.
Pero volvamos a 1963, como mi padre trabajaba con empresas de alquiler de coches, le hacían un precio muy especial y, algún que otro domingo, nos dábamos un paseo por la sierra de Madrid.
Ese día íbamos en el seiscientos alquilado, aparte del conductor, mi madre, mi hermano Toñín, mi abuelo Tomás y yo.
Ya de vuelta hacia Madrid, por la carretera del Valle del Lozoya camino de Buitrago, mi abuelo se quejó de su próstata y tuvieron que parar. Entonces las carreteras estaban prácticamente desiertas así que con ponerse un poco al lado de la cuneta -el arcén todavía no se había inventado, al menos en España- era más que suficiente.
Bajaron del seiscientos mi abuelo, mi hermano siempre inquieto y mi padre pare evitar que su suegro acabara en la cuneta con la cadera rota.
El freno de mano es de esos mecanismos que tienen vida propia, porque parecen bien puestos, suenan a carraspeo y dan la falsa seguridad de que están correctamente encajados… sin estarlo realmente. El coche queda parado un instante que engaña al conductor, pero después inicia un leve movimiento y en unos segundos, con aceleración uniforme, alcanza una velocidad imparable.
Había poca cuesta, pero el seiscientos empezó a moverse con la newtoniana intención de estamparse en la siguiente curva. No bien se había desplazado unos centímetros cuando mi madre empezó a gritar “Antonio esto se mueve”. Un grito desgarrador y repetido.
Mi padre corrió como nunca y, tras dos intentos infructuosos en los que se jugó el físico, consiguió entrar en el coche y frenar.
Mis recuerdos de aquella noche son los gritos de mi madre, el hecho de que al abrir la puerta del coche la luz se encendiera lo cual me pareció de tecnología punta y, sobre todo, la imagen de la negra silueta de mi abuelo, dibujada por la luz del ocaso y a mi hermano Toñín corriendo a su lado que, conociéndolo, le supongo partiéndose de la risa por la situación.
Ya sabéis queridos lectores que se suele decir que la comedia es igual a la tragedia más el tiempo transcurrido. Fueron muchas las veces que estos sucesos fueron celebrados entre risas en reuniones con familiares y amigos. Y siempre, la conversación terminaba con la negación de mis mayores de que mis recuerdos pudieran ser ciertos, dado lo pequeño que era cuando sucedió la anécdota. Tengo la impresión de que me pasé la infancia siendo contradicho y anulado. Consiguieron de mí, sin duda, ser un adulto obediente y temeroso de tomar la más mínima de las iniciativas.
La docta opinión, muy psicologista por otra parte, de mi padre era que había oído tantas veces la historia que la había reconstruido en mi imaginación, en cierto modo aquellos recuerdos eran implantados, no reales.
Hasta yo, a pesar de la fuerza de las imágenes que persisten en mi memoria desde hace sesenta años, terminé por aceptar que no eran recuerdos de verdad… hasta hace unos días.
Rememoraba yo la imagen de las siluetas de mi abuelo y de mi hermano corriendo cuesta abajo, don Tomás sujetándose la boina y con el bastón en la mano, cuando me di cuenta de que el sol se estaba ocultando por el sitio correcto.
Íbamos hacia Buitrago que está hacia el este, por lo que el ventanuco trasero del seiscientos que fue el marco de mi visión miraba al oeste, la luz que iluminaba las siluetas desde atrás estaba en el sitio correcto,
Yo con tres años, no sabía lo que era el este, ni el oeste, ni nadie hizo una descripción poética que incluyera el ocaso rojizo que tengo metido en mi mente, este detalle no es algo que nadie me implantara en mi mente. Aquella imagen es, simple y llanamente, real.
Y esto es importante para mí. Primero porque siempre tuve razón en defender mis recuerdos y, en segundo lugar, porque es el único recuerdo del único de mis abuelos que llegué a conocer, ya que Tomás no llegó a terminar aquel año de 1963.
Este relato pertenece a la serie de los Recuerdos de un niño del franquismo
Este relato está en el libro:
